lunes, 3 de marzo de 2008

De los jugadores

Muchos tienen tantas ansias de jugar, que olvidan cualquier otra diversión y no piensan en la futura pérdida.

Aún encuentro yo muchos necios de toda necedad, que sólo en el juego tienen todo su contento. Piensan que no podrían vivir si no pudieran andar con él, y noche y día se pasan jugando a las cartas, echando a los dados y empinando el codo. Estarían sentados toda la noche, sin dormir ni comer, pero tienen que beber, que el juego inflama el hígado y se quedan secos y sedientos. Por la mañana bien se nota: uno tiene la pinta de las buenas peras, el otro vomita tras las puertas, un tercero ha tomado un color como si acabara de llegar de la tumba o le reluce la cara como a un aprendiz de herrero antes de comenzar el día. La cabeza tiene tan saturada que bosteza todo el día como si quisiera cazar moscas; nadie podría ganar mucho oro si tuviera que estar sentado una hora en un sermón y olvidarse del sueño: ocultaría la cabeza en los faldones como si el predicador debiera acabar. Pero en el juego, aunque se esté sentado mucho tiempo, no se presta la atención al sueño. Muchas mujeres están también tan ciegas, que olvidan quienes son y que todos los usos prohíben tal mezcla de los dos sexos; se sientan junto con los hombres y no sienten el pudor de su debida educación y de su condición femenina, y juegan y tiran a los dardos tarde y temprano, lo que no es propio de las mujeres. Deberían lamer en la rueca y no estar metidas en el juego con los hombres. Si cada cual jugase con su igual, tanto menos tendría que avergonzarse de ello. Cuando el padre de Alejandro quería que corriera para conseguir premios, pues era muy rápido corriendo, le dijo esto a su padre: “Justo sería que hiciera todo lo que mi padre ordenara y pidiera; sin duda, me gustaría correr si hubiera de hacerlo con los reyes; no se necesitaría pedírmelo si tuviera a alguien igual a mí”. Pero se ha llegado hoy al punto de que los buenos clérigos, nobles y burgueses se sientan con los proxenetas, que no les son iguales en la buena fama. Sobre todo los clérigos deberían dejar su juego con los legos, si tuvieran bien en cuenta su enemistad y el viejo odio. Neidhart está también entre ellos, se excita al ganar y al perder, máxime estándoles prohibido jugar un juego a cada instante. A quien consigo mismo puede jugar, nunca nadie le puede ganar, y libre está de preocupaciones por perder o por que se le echen malos juramentos.
Más si tengo que decir lo que conviene a un buen jugador, traeré aquí a colación a Virgilio, quien habla así de estos mismos asuntos: “Desprecia el juego en todo momento y no te turbe la ignominiosa codicia, que el juego es loca ansia que toda razón en ti destruye. ¡Vosotros, valientes, proteged vuestra honra, que el juego no os la dañe! El jugador ha de tener dinero y valor; si pierde, darlo por bueno; nunca debe lanzar coléricos insultos, maldiciones y juramentos. Quien trae dinero, mire bien a su suerte, pues muchos vienen al juego con buen peso y salen por la puerta vacíos. Al que sólo juega por la gran ganancia, raramente le sale conforme a su idea. De buena paz disfruta quien no juega; el que juega tiene que seguir poniendo. Quien quiere sentarse en toda la cantina y busca suerte en todo juego, ha de tener mucho que poner o volver muy a menudo sin blanca a casa- ¡Si alguien tres enfermedades tiene y me sigue, cuatro serán nuestras hermanas!” El juego sólo muy raramente puede estar libre de pecado. Un jugador no es amigo de Dios: ¡los jugadores son hijos del diablo
!

Ilustración: En torno a una mesa estan sentados dos necios y dos necias, con cartas, dados y lo necesario para beber vino. Un necio mira con desagrado la capucha de los necios, que está en el aire, sobre la mesa. El otro agarra a una necia y toca con el pie a la otra.