jueves, 13 de marzo de 2008

No prever la muerte

¿Pueden la nobleza, la riqueza, la fortaleza y la flor de la juventud vivir en paz, oh muerte, ante ti? Todo lo que un día consiguió la vida es perecedero, ha de perecer.

Estamos engañados, queridos amigos, todos los que vivimos aquí en la tierra, al no prever a tiempo la muerte, que no nos perdona. Sabemos y conocemos bien que se nos ha fijado la hora, y no sabemos dónde, cuándo y cómo. La muerte nunca dejó a nadie aquí. Todos morimos y pasamos como el agua en la arena. Grandes necios insensatos somos, al no pensar en los muchos años que Dios nos deja vivir para que nos preparemos para la muerte y aprendamos que tenemos que irnos de este mundo y no podemos escapar por otro camino. El vino que sella la compra ha sido bebido, no podemos desistir de ella. La primera hora trajo consigo también la última, y el que creó al primer hombre sabía asimismo cómo moriría el último. Mas la necedad nos engaña, impidiéndonos recordar que la muerte no nos va a dejar aquí y que no va a perdonar nuestro hermoso cabello, ni nuestros verdes laureles y coronas. Se llama con justicia Juan sin Miedo, pues al que coge y arrastra hacia sí, por fuerte, hermoso o joven que sea, le enseña un salto muy singular, que con justicia llamo el salto de la muerte, y se apoderan de él el frío, la angustia y el sudor, y se estira y retuerce como un gusano, pues allí se celebra el verdadero combate.
¡Oh muerte, cuán grande es tu poder, que de todos te apoderas, jóvenes y viejos! ¡Oh muerte, que cruel es tu nombre para la nobleza, el poder y el alto linaje; ante todo, para quien pone su alegría y su ánimo sólo en los bienes temporales! La muerte con el mismo pie aplasta la sala del rey y la choza del pastor: no respeta la pompa, el poder ni la riqueza; al Papa trata como al campesino. Un necio, por tanto, es quien huye constantemente de quien no se puede librar, y piensa que si sacude sus cascabeles, la muerte no le verá. Cada cual viene a este mundo con la condición de que también se irá de él y que es propiedad de la muerte cuando el alma se separa del cuerpo. Con la misma justicia se lleva la muerte todo cuanto la vida ha tocado: tú mueres, aquel queda aún mucho tiempo en el mundo, mas nunca nadie permaneció aquí eternamente. Incluso quienes vivieron mil años, también tuvieron a la postre que partir. Apenas el hijo sobrevive al padre lo que dura su vestido; muere a veces otro antes que el padre, pues se encuentra también mucha piel de ternero. Cada uno va detrás del otro; quien no muere como debe, encuentra su merecido.
Igualmente ponen su necedad de manifiesto los que se afligen y lloran por un muerto y les espanta su reposo, al que, sin embargo, todos nosotros aspiramos. Pues nadie partirá demasiado pronto hacia donde vivirá eternamente; sí, les aprovecha a muchos que Dios les llame pronto de aquí. La muerte ha sido para muchos ventajosa, pues se libraron de tribulaciones y sufrimientos. Muchos ansiaron también ellos mismos la muerte, y muy de agradecer les pareció a otros, a los que llegó antes de ser llamada: a muchos presos procuró la libertad; a muchos otros sacó de la prisión, que para toda la vida se les había previsto. La fortuna reparte desigual bienes y riquezas, mas la muerte todo lo iguala; es un juez que nada perdona, le implore quien le implore. Es el único que todo lo recompensa, que nunca protegió a nadie, que nunca a nadie prestó obediencia. Todos tuvieron que seguir sus pasos y danzar para ella tras sus filas: papas, emperadores, reyes, obispos y gentes de a pie; y muchos de ellos nunca habían pensado que encabezarían la danza y tendrían que bailar en la ronda el westerwälder y el trotter: si se hubieran preparado antes, no habrían sido recogidos tan de improviso.
Más de un necio hay ahora en el otro mundo, que estaba preocupado por su tumba y empleó en ella tan gran riqueza, que aún maravilla a muchos. Como el Mausoleo, que Artemisa hizo construir para su esposo, y tanto dinero invirtió en él, con tanto lujo y largueza, que es una de las siete maravillas que se encuentran en el mundo. También las tumbas de Egipto que se han llamado pirámides. Principalmente Cepos se construyó allí una tumba, en la que puso sus bienes y fortuna, pues trescientos setenta mil hombres trabajaron en ella, a quienes entregó tanto dinero para coles (y en otros gastos no quiero entrar), que no tengo hoy a nadie por tan rico que hubiera podido pagar solo todo aquello. Amasis se construyó otra igual, como se la había construido también Rodopis. ¡Qué gran necedad del mundo gastar tanto dinero en tumbas, para arrojar en ellas el saco de cenizas y la osamenta, y hacer tanto dispendio para construir una casa a los gusanos, y no dar nada al alma, aunque tiene que vivir eternamente!
En nada ayuda al alma una tumba suntuosa o tener una gran losa de mármol y colgados escudo, yelmo y pendón; “Aquí yace un gran señor y un noble de blasón”, se le graba después en una piedra. El escudo idóneo es una calavera, que corroen gusanos, culebras y sapos; tal escudo portan emperadores y labradores, y quien en este mundo tiene una buena barriga, es también el que más tiempo alimentará a sus fieles acompañantes. Ahí se lucha, se golpea, se aniquila; los amigos se matan a puñaladas, pues cada cual querría quedárselo todo; los demonios se apoderan del alma y triunfan alborozados sobre ella, de un baño al otro la llevan, del helado como el hielo al caliente como el fuego. Sin juicio alguno vivimos los humanos, pues al alma no atendemos y del cuerpo sin cesar nos preocupamos.
La tierra entera está consagrada a Dios; en paz descansa el que en paz perece. El cielo cubre a muchos muertos que no yacen bajo una losa. ¿Cómo podrían tener más bella tumba que el firmamento sobre ellos, allí arriba, refulgente? Dios encontrará los huesos a su tiempo. Quien bien muere, la mejor tumba tiene; quien muere pecador, tiene la peor.


Ilustración: Bajo la inscripción “Tú quedas” figura un viejo lleno de cascabeles (en las orejas de necio, en los zapatos, en la mano) que mira con expresión aterrorizada (visible también en las orejas) a la muerte, representada casi como un esqueleto, que sujeta al necio por la túnica y lleva al hombro un ataúd.